María Conesa: sueños y huida de una dama en la Revolución
- uatxfiloletras
- 6 may
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CRÓNICA
Luis García/Filoletras
–María Conesa vino de México. Yo me ganaba la vida trabajando en la hacienda del pueblo dentro de la tienda de raya, de quita polvo y de lleva de aquí para allá y no sé qué tanto más. Yo estaba rete niña, chiquilla.

Así me lo contó mi abuela Angelina Muñoz con las buenas luces de su memoria, casi un siglo después y con más de 90 años. Entonces ahora yo haré por reproducirlo, tratando de ser más o menos fiel al viejo testimonio y evitando a toda costa lo que pudiera dejar de mí en las siguientes páginas, alejándome de todo conocimiento propio sobre el tema y contando la historia de la manera más firme y pura que me sea posible.
Ella, mi abuela, era una niña que ayudaba en la tienda de cambio, donde los campesinos entregaban las cosechas de todo un año por la despensa de un mes. Torpe y tristemente el analfabetismo se respondía como: “Sí, patrón, yo le pago”, y pagaban lo que no debían a cuentas que no existían, por lo que terminaban debiendo las cosechas de más de diez años para sobrevivir uno solo.
– Pero ¿pus cómo patrón? –chillaba alguno.
– Mira, mira, no te confundas. Tres que me debes, dos que me pagas y el que te estás llevando. Sí, pues, entonces dos y uno te anoto tres.
–Bueno, patrón, pus gracias.
María Conesa vino de México cuando la Revolución era apenas un mito del Norte, no se sabía ni cómo ni por qué se levantaban en armas y mucho menos quiénes eran los protagonistas. No se entendía el porqué una mujer con su cara blanca, redonda, de cabello crispado y negro, ojos grandotes, muslos anchos y cintura angosta, de rasgos finos; anduviera tan sola por el mundo, por este lugar que hacia tanto no visitaba nadie. Nada. Era, verdaderamente, una dama y aquel lugar solamente un viejo recuerdo que pronto sería olvidado.
Invitada de honor de la casa grande, de los patrones, puesto que su visita directa, señalada, la obligaba a (y a la vez la complacía en) alejarse tanto de la ciudad, pues venía huyendo de los demonios que más tarde atormentarían al pueblo entero. María Conesa, mejor conocida como la Gatita Blanca¸ por su buena sangre y supuesta descendencia Real, decía: “En mi tierra bien pude ser princesa”; sin embargo, era actriz y cantante. Se le había invitado para celebrar en grande las fiestas de San Andrés. Nunca antes (y tampoco sucedió después), en la historia completa del pueblo, desde su fundación hasta aquel momento, una mujer de su clase pisaba esa tierra.
–La feria del pueblo era importante –me decía mi abuela, con los ojos llenos de lágrimas – la feria del pueblo era puro corazón. Andábamos del tingo al tango. Y aquél año era un año grande, teníamos buenas lluvias y las cosechas pintaban a bien. La gente andaba harto contenta, aunque nomás fuera de puritita ilusión, porque todo lo levantado en la tierra ya desde antes se debía. Querían que les llegara su agradecimiento hasta el cielo y que allá mismo los Santos siguieran con la fiesta.
Desde que llegó María Conesa todo en la hacienda estuvo a su disposición. Comenzó por ordenar que vaciaran el salón de fiestas, nunca utilizado para eso, y solamente ocupado como bodega de semillas. Señalaba con el dedo y más de diez peones la seguían de aquí para allá y de allá para acá. Con sus manos, sin demasiado esfuerzo aparente, formaba la magia de la disposición. Dispuso la construcción de un escenario para el concierto tan esperado:
–Quiero luces, muchas. Con luz todo se ve mejor.
A punta de caprichos el salón terminó por convertirse en uno de los más lujosos de todo el país, las adaptaciones para la función eran simplemente perfectas.
–Pronto el rumor de las guerras alcanzó la tierra. Se hablaba de los porfiristas como una supuesta resistencia, así como de villistas, zapatistas y demás grupos que se alzaban en una lucha por quién sabe qué cosas. Algo de las tristes tierras. La verdad es que en el pueblo siempre estuvimos muy ajenos a los asuntos políticos. Trabajabas la tierra, entregabas la semilla y con eso tenías. Pensábamos que por qué habíamos de pelear nosotros por algo que ni teníamos, en ese momento no terminábamos de entender, eso pasó después.
Quise que siguiera: y María Conesa ¿abuela?
–Ella era aún más ajena. Ella vivía en otro mundo, uno del que nomás ella sabía, pero con sólo verla te pegaba las ganas de vivir, de ser feliz. Se la pasaba tarareando sus canciones y bailando a su ritmo, para entonces yo la seguía por todas partes, ya que era un ser admirable. Altiva. Bella. De un momento a otra ella me quiso, me decía: “Te quiero como a la hija que nunca tuve, que nunca tendré. Es que yo no pude. Te quiero por bonita”. Pero cuando volvía el ruido y yo quería saber lo que verdaderamente pasaba en el mundo, de las guerras, ella era esquiva y nerviosa, me tomaba de las manos y me hacía bailar, diciendo: “Calla, basta, esas no son cosas de niñas. Baila”, yo bailaba y dejaba de preguntar, porque como te dije: estando con aquella mujer hermosa se te encantaba la vida.
–Ándenle, cabrones, seguro aquí está.
–No le pierdan el paso chingao.
–Acuérdense que nosotros venimos por puro gusto, ésta es suya, del Rodo.
–No le pierdan el paso, que ya nos va dejando mucho. Se lo están tragando las chingadas ansias.
–Pus cómo no.
Galopar de caballos. Gritos. Gentes corriendo. Una casa se quema. Y una mujer llorando.
–Lo recuerdo bien, llegaron como doscientos, quesque andaban peleando por nosotros y que nomás se querían cobrar un poquito de lo bien ganado. Todos seguían a uno, uno flaco y largo, de cara limpia y ojos sumidos como de muerto, muy serio y tosco. No me acuerdo bien cómo y dónde lo vi, pero sí que parecía un perro de caza que ha encontrado a su presa y nomás está esperando que brinque para desgarrarla con el hocico. Pues resulta que la cobranza estaba dirigida justamente contra la cantante.
En un palenque de Chihuahua un matón de la Revolución escuchó cantar a María Conesa, fue allí donde quedó impregnado por su belleza, alucinado e hipnotizado por la sublime escena que generaba al pisar el escenario. Cuando la quiso amar la mujer se burló en su cara ante la ridícula proposición, simplemente le había parecido absurdo. Desde entonces él la venía persiguiendo como un animal hambriento, rastreándola por más de cien kilómetros hasta dar con ella en San Andrés.
Para ese momento, con su gran carisma y buena fe, la mujer se había ganado el amor de todo el pueblo, por lo que nadie estaba dispuesto a señalar su paradero, pese a que más tarde les comenzara a costar la propia vida.
–Pus la tienen fácil –gritaba el matón –, cantan, como ella, y me entregan a mi Gatita o nos comenzamos a chingar a uno por uno hasta que ella solita salga.
Así fue.
–De primer momento ella quiso salir –me decía mi abuela –, pero no la dejamos. Nos montamos en el burro de que siempre no estaba aquí. Los poquitos hombres del pueblo, los que no se habían ido desde antes, se armaron con machetes y palos, y resultó que después de todo los revolucionarios no eran tan valientes, pero sí buenos pa escabullirse como las ratas, porque comenzaron a arrasar con el ganado y matar por la espalda.
–¿Quién era el principal? –pregunté a mi abuela.
–Un tal Rodolfo –me contestó.
Durante algún tiempo siguió el tormento, hasta que María Conesa no soportó tanta sangre y dijo que se iba, que al fin y al cabo lo suyo era perderse en el mundo. Nunca fue de ningún lugar. Entonces se dispuso la iniciativa para tantear a los perseguidores. Desde la hacienda salía un túnel escondido que iba a dar más allá de la Magdalena, un pueblito ubicado a unos 10 kilómetros de San Andrés. Este túnel había sido construido hacia casi 400 años, en la fundación del pueblo, con la intención de tener un punto de fuga en caso de una nueva Conquista, al menos eso decían los rumores. Pero al final el único beneficio lo tenían los traficantes de ganado, que lo utilizaban para pasar sin ser vistos.
–Se había dispuesto que María Conesa pasara por el túnel y a la salida la estuvieran esperando con una carreta que la perdiera nuevamente por el mundo. Mientras, al otro lado del pueblo hacerlos creer que se iban a doblar las manos y que la Gatita Blanca sería entregada.
De ese modo se hizo.
–Yo misma la ayudé a quitar las vigas de la entrada del túnel, una por una y sin hacer mucho ruido. Estaba tan oscuro que al poner la mano en tus narices no la podías ver, si le soplabas sabías que estaba ahí, pero nada más. Lo dudé, sentí miedo, pero ella no, sin siquiera pensarlo se arrojó dentro y comenzó a correr. Cerré la entrada, me asusté todavía más por haberme quedado sola en la oscuridad. Sentía cómo me faltaba la respiración. Empecé a llorar. No supe en qué momento ya estaba corriendo de vuelta para avisar. Entre tanto miedo sabor a sal fui feliz, ella estaba bien.
Años más tarde, mientras le contaba a un amigo historiador la posible crónica basada en la narración de mi abuela, este se burló. Ciertamente sus conclusiones eran distintas. Cuando le dije que el posible matón era el mismísimo Carnicero, hizo los cálculos con sus dedos para finalmente decir: “Las cuentas no dan, ése se ahogó unos dos años antes”. Ahora, por su testimonio y los múltiples puntos que se quedan en el aire no pido su credulidad ante la historia que acabo de contar; sin embargo, solicito no dejar totalmente de lado esta locura.
Y finalizó:
–¡Ay, ya dejen de achacarle milagros al santo!
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