El escritor que no podía dejar de escribir
- uatxfiloletras
- 5 may
- 3 Min. de lectura
América Leyva/Filoletras

En un país donde se escribe más de lo que se lee, donde las palabras a veces parecen tener menos peso que la imagen y menos valor que el algoritmo, elegir la escritura como camino es un acto que roza la terquedad. Qué extraño y valiente debe ser, de repente, saberse llamado por algo que no promete dinero ni certezas, solo la necesidad de contar.
Ahí es donde se encuentra Emiliano — lo llamaremos así por qué prefiere el anonimato, es demasiado tímido—, un joven escritor de voz baja, mirada huidiza y libretas llenas. Tiene veintitantos y el cuerpo de alguien que ha vivido más en la imaginación que en la realidad. Lo conocí en un evento cultural al que asistimos, sin intención, azares de la vida.
Me confesó, después de compartirle un poco de mí para romper el hielo, que lleva escribiendo desde los 18. Que sus primeras historias nacieron en el reverso de las tareas escolares, y que escribir fue, al principio, una forma de no sentirse solo. Pero luego se volvió algo más. Una necesidad.
“Cuando escribo, siento que estoy”, me dijo.
Y lo dijo como quien revela un secreto.
Estudió Letras porque era lo más cercano a la literatura que podía encontrar en el mundo académico. Pero no tardó en darse cuenta de que escribir para sobrevivir y escribir para no morir son cosas distintas. En México, lo primero es casi un milagro. Lo segundo, una condena dulce.
Emiliano trabaja medio tiempo en una librería, corrige textos por encargo y a veces da talleres a adolescentes que no siempre escuchan, pero a quienes él mira con una paciencia casi fraterna, pero para ello salió de su ciudad natal. Publicó un libro de cuentos de forma independiente, pues ha escuchado que incluso las editoriales pequeñas, tienden a pagar con ejemplares y promesas. Lo presentó en una cafetería prestada, frente a ocho personas. No vendió ninguno.
“No es que uno quiera ser famoso”, me dice, casi avergonzado, “es que a veces necesitas que alguien te diga: esto que escribiste me tocó”.
Pero no todo es derrota. Emiliano celebra los pequeños gestos: un lector que le escribe por Instagram, una mención en un blog, un poema que fluye sin esfuerzo. Ha aprendido a amar los procesos lentos, los textos que maduran a la sombra, los talleres donde encuentra comunidad entre otros que, como él, siguen creyendo en las palabras aunque no les den de comer.
Me cuenta que la literatura en México muchas veces está atrapada entre el elitismo académico y la precariedad cultural. Que se premia más la figura del escritor que su escritura, y que muchas puertas se abren solo si tienes los contactos correctos. Él no los tiene. Pero tampoco los busca. Prefiere construir a su ritmo, desde la trinchera silenciosa de su escritorio.
“Lo más difícil no es escribir. Lo más difícil es seguir creyendo que vale la pena hacerlo”, confiesa.
Y en su voz no hay tristeza, sino una especie de calma resignada. Una dignidad que no necesita aplausos.

Emiliano sigue escribiendo. A veces en servilletas, otras en el celular. Está trabajando en una novela que probablemente tarde años en terminar. Dice que no sabe si alguien la leerá. Pero igual la escribe.
Y al escucharlo, entendí que, el nuestro, es uno de esos oficios que nacen no del deseo de ser, sino de la imposibilidad de no ser. Que hay personas que no escriben por elección, sino por destino. Que, a pesar del olvido, de la indiferencia, de las deudas y las dudas, siguen eligiendo las palabras como refugio, como arma, como hogar.
La historia de Emiliano no tiene epílogo aún. Pero ya es, en sí misma, una prueba de que la escritura no siempre necesita ser reconocida para ser verdadera. Basta con que alguien —aunque sea solo uno— lea, y entienda.
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